"El villano y el perdón" en el Café Filosófico del Colegio de Médicos
El martes 8 de mayo se realizará un nuevo encuentro del "Café Filosófico" organizado por el Colegio de Médicos de Santa Fe. El tema de conversación será "El villano y el perdón. Reflexiones filosóficas sobre lo imposible y lo plausible". La coordinación estará a cargo del Doctor en Filosofía Federico Viola. La actividad es abierta a todo público y se entregan certificados de asistencia.
El próximo martes 8 de mayo, a las 20.30 horas, se realizará un nuevo encuentro del "Café Filosófico" organizado por el Colegio de Médicos de Santa Fe, en la sede de calle 9 de Julio 2464.
En esta ocasión, el tema de conversación será "El villano y el perdón. Reflexiones filosóficas sobre lo imposible y lo plausible". Como disparador, el coordinador del espacio Federico Viola, presentará el abordaje teórico del tema a partir de una entrevista realizada a Jacques Derrida en el programa televisivo de France Culturel, el 17 de septiembre de 1998.
El ciclo del Café Filosófico es un espacio de conversación sobre temas que conectan la ciencia del pensar con los problemas e interrogantes que nos afectan en la cotidianeidad.
Esta actividad es abierta a todo público.
Se entrega certificado de asistencia y al finalizar se compartirá un brindis con los participantes.
Federico Viola
Doctor en Filosofía (Universidad de Friburgo, Alemania), Licenciado en Filosofía (UNL, Argentina), Profesor en Enseñanza Cristiana y Filosofía (Instituto San Juan de Avila, Santa. Fe, Argentina). Entre 2013 y 2015 Docente en la Universidad de Friburgo. Autor del libro "Der Kairos der Liebe. Das Konzept der Gerechtigkeit bei Emmanuel Levinas" y de otras publicaciones académicas aparecidas en revistas científicas de Europa y América Latina. Áreas de interés: Ética, Teoría de la justicia, Filosofía del lenguaje, Nuevas tecnologías, TICs, Educación e informática.
Justicia y perdón
Extractos de la entrevista a Jacques Derrida de Antoine Spire en Staccato, programa televisivo de France Culturel, del 17 de septiembre de 1998; traducción de Cristina de Peretti y Francisco Vidarte.
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Pr.: —Frente a la vertiente religiosa del perdón, que se puede aceptar o no, podemos preguntarnos si un perdón únicamente político, que generalmente se denomina una amnistía, puede ser suficiente para que haya una reconciliación real del país, y si la dimensión política del perdón no debe ir necesariamente acompañada de una dimensión moral…
D.: —Se puede entender la reticencia de algunos ante el carácter propiamente religioso de la noción de perdón. Antes de intentar tratar esta cuestión, es preciso no obstante tener en cuenta el siguiente hecho geopolítico: hoy en día las escenas de perdón se multiplican sobre la superficie de la tierra; algunos jefes de Estado piden perdón a una población o a otros Estados en Europa y en el mundo entero. Hay que preguntarse qué es lo que significa esa generalización de la escena del perdón, noción que, una vez que se le ha reconocido su valor religioso, no deja sin embargo de seguir siendo extremadamente equívoca. Dicha generalización significa que el valor religioso, digamos bíblico, judeo-cristiano e islámico del perdón, está marcando el conjunto del espacio geopolítico más allá de las instancias propiamente estatales.
Por otra parte, también hay que entender que, por volver a Sudáfrica, aquellos que le reprochan a Tutu cristianizar la escena de la Comisión tienen muchos argumentos, entre otros que la propia palabra perdón no es traducible en todas las lenguas sudafricanas. Ahora bien, la Constitución sudafricana también es notable por el hecho de reconocer once lenguas nacionales que tienen, todas ellas, el mismo derecho. Me explicaron que, en tal o cual otra lengua, no inglesa o no europea, la palabra por la que se traduce «perdón» tiene muchas otras connotaciones. Ese es ya un enorme problema de tradición cultural y religiosa. También hay que preguntarse por qué esta comisión ha sido posible en Sudáfrica y no en otra parte: en Argelia, en Francia, en Yugoslavia, en todos los lugares en donde ciertos traumas han afectado a cuerpos nacionales. Considero que éste es un magnífico hilo conductor para el análisis de las tradiciones políticas. En Sudáfrica era preciso que el Estado-nación fuese lo bastante joven y el apartheid una cosa reciente (post-colonial, no hay que olvidarlo) como para no apelar a una tradición jurídica suficientemente sólida para tratar esos problemas, tal y como se haría en Francia o en cualquier viejo país europeo y, no obstante, ya lo suficiente y firmemente establecido como para que todo el mundo, empezando por Mandela, aceptase salvar dicho Estado-nación. Ahora bien, la condición para salvar el cuerpo del Estado-nación es ese intento de reconciliación. Entre perdón y reconciliación también hay muchos problemas, pero supongo que volveremos sobre ello más adelante.
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Pr.: —En el seminario que, desde hace un año, dirige usted en la EHESS y que tiene como tema el perdón y el perjurio, reflexiona usted sobre la identidad de ese perdón insistiendo en su relación con el tiempo. En cierto modo, el pasado es impasable, dice usted, pero al mismo tiempo el perdón no debe engendrar el olvido. Usted afirma, siguiendo a Jankélévitch, que hay una posibilidad de perdón, pero que también hay un deber de no-perdón con el fin de que algunas cosas queden marcadas de forma indeleble en la historia de la humanidad.
D.: —Es Jankélévitch el que habla, en una situación determinada, de deber de no-perdón. Jankélévitch ha escrito dos textos en donde trata del perdón: un libro filosófico sobre el perdón en el que alude a una «ética hiperbólica», en la que el perdón es una gracia absoluta, aparentemente sin condiciones; por otra parte, en el texto que escribió cuando en Francia se debatía la ley acerca de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad hacía una llamada al deber de no-perdón porque el perdón puede engendrar el olvido. El sentido común es el que nos recuerda que el perdón no es el olvido, pero en todas partes en donde el olvido, en una u otra forma, por ejemplo en forma de transformación, de reconciliación, de trabajo de duelo, puede infiltrarse, el perdón ya no es puro. El perdón debe suponer una memoria integral en cierto modo. No creo que haya un deber de no-perdón; creo en cualquier caso en la heterogeneidad absoluta entre el movimiento o la experiencia del perdón por un lado y todo lo que con demasiada frecuencia se asocia con él, es decir, la prescripción, la absolución, la amnistía, incluso el olvido en todas sus formas. El olvido no es simplemente el hecho de perder la representación del pasado, sino tan solo el de transformarse, reconciliarse, reconstruir otro cuerpo, otra experiencia. Por consiguiente, no sé si el perdón es posible, pero, si es posible, debe concederse a lo que es y sigue siendo en cierto modo imperdonable. Si se perdona lo que es perdonable o aquello a lo que se le puede encontrar una excusa, ya no es perdón; la dificultad del perdón, lo que hace que el perdón parezca imposible, es que debe dirigirse a lo que sigue siendo imperdonable.
Pr.: —A la pregunta «¿se puede olvidar lo irreparable?» Jankélévitch parece responder que sí, puesto que su temor reside en el hecho de que el perdón puede engendrar el olvido. Pero ¿podemos rememorar lo irreparable? ¿Hablar de lo que es indecible?
D.: —Para que haya perdón, es preciso que se recuerde lo irreparable o que siga estando presente, que la herida siga abierta. Si la herida se ha atenuado, si está cicatrizada, ya no hay lugar para el perdón. Si la memoria significa el duelo, la transformación, ella misma ya es olvido. La paradoja aterradora de esta situación es que, para perdonar, es preciso no sólo que la víctima recuerde la ofensa o el crimen sino también que ese recuerdo esté tan presente en la herida como en el momento en que ésta se produjo.
Pr.: —Para ello es preciso que el perdón se solicite, y se tiene que poner de lado la tendencia tradicional que consiste, sobre todo en las morales cristianas, en tratar de separar al culpable de su falta en el momento del perdón, porque, en la medida en que se vincula el perdón con lo imperdonable, ya no se separa al culpable de su falta.
D.: —Eso es, en efecto, lo que recuerda Jankélévitch cuando dice que los alemanes no nos han pedido perdón. La tradición a la que él apela, y a la que con mayor frecuencia apelan también los que hablan de perdón, es que, para que el perdón resulte mínimamente digno de ser considerado, es preciso que el criminal lo solicite y, entonces, éste se acusa a sí mismo. Considero que, aunque éste sea un motivo muy fuerte de la tradición religiosa del perdón, está en contradicción con otro motivo igual de fuerte, presente asimismo en dicha tradición, y según el cual el perdón es una gracia absoluta, más allá de cualquier cálculo, de cualquier evaluación de castigo posible, más allá de cualquier juicio. Por lo tanto, ha de ser incondicional. Dicho de otro modo, hay algo en la idea del perdón, en el pensamiento del perdón, que debería exigir que sea otorgado incluso ahí donde no es solicitado. Creo que hay ahí, no fuera de esa tradición judeocristiana islámica sino dentro de ella, una contradicción: por un lado, el arrepentimiento, la confesión, que quiere que el perdón sea solicitado por alguien que ya no es exactamente el mismo, que reconoce su falta, y, por otro lado, la víctima, la única que puede perdonar. Si hay perdón, ha de ser un don incondicional que no aguarda ni la transformación, ni el trabajo de duelo, ni la confesión del criminal.
Pr.: —En su texto usted entra en la cuestión del perdón por la puerta de lo imperdonable. En cambio, la tradición, las instituciones, el derecho entran por la puerta del perdón, ya que, al separar, como decíamos hace un momento, al culpable de su fechoría, se le deja la posibilidad de reintegrarse en la sociedad. Vayamos, pues, hasta el final: ¿es preciso cambiar el derecho?
D.: —El perdón es heterogéneo al derecho, insisto mucho en esto. Jankélévitch también lo dice muy deprisa en su libro sobre el perdón. Si separo al criminal de su falta en nombre del perdón, perdono a un inocente, no a un culpable: el que reconoce su falta ya no es el mismo. Ahora bien, el perdón no debe perdonar al inocente o al que está arrepentido, debe perdonar al culpable en cuanto tal y, en último término, de ahí la experiencia casi alucinatoria que debería ser la del perdón, a un culpable que actualmente debería estar re-presentándose, repitiendo su crimen. Ésa es la aporía del perdón. No digo esto para decir que el perdón es imposible, digo que si es posible es a costa de soportar lo imposible, lo que no se puede hacer, prever, calcular, y de aquello para lo que se carece de criterios generales, normativos, jurídicos o, incluso, morales en el sentido de las normas morales. Si el perdón es ético, es, como dice Jankélévitch, «hiperbólicamente ético», es decir, que está más allá de las normas, de los criterios y de las reglas.
Pr.: —Usted recuerda que el perdón es siempre un asunto individual, que el perdón colectivo es una noción difícil de comprender, sobre todo en sus relaciones con el concepto de arrepentimiento. ¿Puede haber responsabilidad colectiva, desasosiego, y no arrepentimiento?
D.: —Hay desasosiego y debe haberlo. Distinguir entre el pesar, la confesión y el arrepentimiento es tomar el camino adecuado. Hay que analizar la semántica de todas estas palabras. Algo en la significación del perdón exige que el perdón sea solicitado, otorgado o negado para las experiencias singulares. No tengo derecho a pedir perdón o a perdonar en nombre de otros individuos, víctimas o criminales. Esta singularidad está en lo más profundo del perdón. Pero, al mismo tiempo, no hay escena de perdón sin testimonio, sin supervivencia, sin duración más allá de la experiencia del trauma, de la violencia. Y, ya en esa singularidad de la experiencia, del cara a cara entre el criminal y la víctima, está presente un tercero y se anuncia algo parecido a una comunidad. De ahí el desasosiego que hay que confesar, y la contradicción: el perdón es una experiencia del cara a cara, del «yo» y del «tú», pero, al mismo tiempo, ya hay comunidad, generación, testimonio. Desde el momento en que hay un enunciado, un perdón otorgado o no, hay implicación de la comunidad y, por consiguiente, de cierta colectividad.
Pr.: —Cuando usted habla de «colectividad», de «duración», me viene —¡cómo no!— de nuevo a la cabeza el trabajo de Jankélévitch al que usted mismo alude en su seminario. Según él, el perdón es un asunto de tiempo, de duración, de generación: imposible de inmediato, el perdón se torna posible en la siguiente generación o, más bien, ella es la que ha de levantar acta del hecho de que se ha pasado página.
D.: —En la carta que dirige a ese joven alemán que le dice: «Nací después de la guerra, pero tengo mala conciencia», Jankélévitch responde de forma extremadamente emocionante, en un arranque conmovedor, precioso y justo, que para su generación el perdón será posible mientras que para él no lo es, que él no tiene derecho a perdonar. Admite así que, de generación en generación, es posible el proceso de lo que se llama «perdón», pero piensa que ese perdón es equívoco, que aunque la historia continúe, aunque los pueblos alemán y francés, alemán y judío, puedan volver a vivir juntos, aunque un simulacro de perdón y de trabajo de duelo pueda permitir a la historia continuar, dicho perdón es inauténtico. Ésa es la tragedia: Jankélévitch reconoce a la vez la imposibilidad del perdón y su inevitabilidad, bajo las formas equívocas de la reconciliación, del trabajo de duelo, de la vida que continúa, del trabajo de la historia, etc.
Pr.: —Sin embargo, cuando dice que «el perdón murió en los campos de la muerte», según usted, le está negando al perdón cualquier posibilidad histórica.
D.: —Sí, piensa que el perdón tiene una historia. Eso es lo extraordinario de esa frase: tiene en cuenta una historia del perdón, y dicha historia encuentra su sitio a partir de la imposibilidad del perdón. Siento la tentación de objetarle, con todo el respeto y la admiración que siento por él, que es precisamente en el momento en que el perdón parece imposible cuando su posibilidad pura aparece como tal. Cuando lo imperdonable se nos presenta como tal es cuando se puede considerar la posibilidad del perdón. Existe toda una tradición filosófica que hace concordar el proceso del perdón con el proceso de la historia. Hegel convierte el perdón y la reconciliación en el motor mismo de la historicidad. En los primeros textos de Lévinas encontramos algo bastante parecido. No hay historia sin perdón, sin reconciliación, etc., y, al mismo tiempo, hay en el perdón algo que trasciende a la historia, que la interrumpe, que va más allá en un instante paradójico, incalculable, como un instante de locura…
Pr.: —Para terminar, me gustaría decirle que nos hemos preguntado, al trabajar sobre su seminario, acerca de la formidable fragilidad de su pensamiento. Cuando digo fragilidad quiero decir que usted logra hacerse a la vez con los hilos de un perdón eventualmente posible y de un perdón imposible. Dice usted a la vez que habría una fuga en la aceptación del perdón, que siempre hay algo insoportable en el perdón y que, al mismo tiempo, es necesario. Al inscribir el perdón en lo imperdonable, se encuentra usted en el corazón de una contradicción que hace que su pensamiento pase siempre de un extremo al otro y que sea casi fugitivo.
D.: —Prefiero la palabra «frágil» a la palabra «fugitivo». Reivindico la fragilidad. La fragilidad del perdón es constitutiva de la experiencia del perdón. Trato de llegar al punto en que, si hay perdón, ha de ser secreto, reservado, improbable y, por consiguiente, frágil. Sin mencionar la fragilidad de las víctimas, la vulnerabilidad que se suele asociar a la fragilidad, puedo decir que trato de pensar dicha fragilidad.